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Privatización del turno de oficio y derecho de defensa

 José María Asencio Mellado No todo se puede privatizar sin que al respecto puedan oponerse razones constitucionales que impidan una transformación, en apariencia estrictamente organizativa, pero que en realidad esconde tras de sí elementos que responden a una determinada forma de entender la sociedad, a una ideología concreta que hoy se quiere imponer con fuerza desmedida y que el tiempo ha acreditado que menoscaba profundamente en algunos casos los derechos de los ciudadanos.

La empresa privada y los principios que la rigen no son plenamente compatibles con los que deben presidir la prestación de servicios que constituyen derechos fundamentales, que exigen, más allá de los criterios economicistas que son consustanciales al mercado, especialmente la competitividad, una plena efectividad de la protección de los ciudadanos y la igualdad en la recepción de aquellos servicios.
La anunciada, aunque con cierta discreción y uso de eufemismos, privatización del turno de oficio, es decir, en términos no estrictos, de la justicia gratuita que asiste en España a quienes disponen de escasos medios económicos, es uno de los pilares del Estado de Derecho cuya entrega a manos privadas puede poner en riesgo sus principios básicos. Esa justicia, que constituye un derecho, no mera prestación benéfica o asistencial, se gestiona hoy por los colegios de abogados, corporaciones independientes y ajenas a toda injerencia política y se paga por el Estado. Este sistema, fruto de una larga evolución, garantiza un adecuado servicio aunque su financiación sea deficiente, porque comporta que el derecho de defensa se actúe por abogados amparados por su estatuto profesional, que no permite instrucciones generales o particulares del Estado y evita toda presión estatal interesada.

Privatizar el servicio de la justicia gratuita no supone solo y exclusivamente, pues, conferir su prestación a una empresa privada para que lo gestione bajo los nunca delimitados criterios de eficiencia, invocados con demasiada ligereza y falta de fundamento, sino mucho más, porque implica entregar el ejercicio de un derecho a empresas que han de concurrir a concursos públicos en los que ofertar la misma función con menos costes y, desde luego, permitiendo que el Estado pueda interferir directamente en sus contenidos, pues no en vano tales empresas concesionarias deberán rendir cuentas y someterse al riesgo cierto de no ver prorrogados sus contratos, así como ajustarse a las condiciones que se establezcan, públicas u ocultas, constantes o casuales.

Que el servicio perderá calidad es tan evidente, como innegable. Si ahora en esta Comunidad cuesta alrededor de treinta millones de euros -una bagatela si se compara con el coste de la Fórmula 1-, a nadie le cabe duda de que el coste privatizado será muy inferior, de modo que la calidad del servicio se verá mermada en buena medida. Las cantidades que se barajan en ciertos mentideros son vergonzosas. La justicia gratuita será, como en el pasado, una justicia de pobres y para pobres, pura beneficiencia. Esto ya es suficiente como para calificar la privatización de este derecho de inconstitucional, porque los derechos exigen un ejercicio efectivo y no simple apariencia de respeto. El Estado está obligado a protegerlos y fomentarlos, no solo a darles un reconocimiento formal o aparente.
Pero, si lo anterior es grave, mucho más lo sería la posibilidad cierta de someter el derecho de defensa a un control público en su contenido concreto, a instrucciones del Estado, muchas veces, no se olvide, el demandado en procesos instados por los ciudadanos. Si los colegios de abogados, por su independencia, garantizan el libre ejercicio del derecho de defensa, no se puede decir lo mismo de una empresa privada sujeta a condiciones derivadas de la concesión y de los requisitos no escritos que puedan exigírsele. Derivar un derecho como la defensa a manos particulares puede esconder objetivos espurios, tales como la no defensa de ciertas pretensiones o la persecución de otras con excesivo celo, incluso en atención a las personas. En definitiva, una influencia del Estado en un derecho al que debe permanecer ajeno a salvo su pago efectivo y la garantía plena derivada de su ejercicio.

Ese riesgo de intromisión ilegítima del Estado en el proceso, dando instrucciones generales o particulares, sin que los abogados contratados gocen de independencia profesional en tanto sometidos a contratos privados con la empresa prestataria del servicio, se opone a la privatización del turno de oficio. Los colegios de abogados tienen ante sí un reto al que no deben permanecer ajenos, debiendo agotar todas las vías legales disponibles. Mucho costó pasar de una justicia gratuita entendida como “beneficio”, a otra que lo eleva a la categoría de derecho. Y esa caracterización constitucional no es compatible con un cambio trascendental, que no se limita a la gestión, sino que afecta a la esencia misma del derecho fundamental, que ha de ser ejercitado libre e independientemente de toda injerencia estatal y con medios suficientes para lograr su efectividad real, no meramente formal.

Publicado en Turno de oficio